Contarme historias de mi abuela
Hace un poquito más de un año murió mi abuela. Desde entonces, quiero contarme su historia, pero resulta que no se contar historias.
Mi abuela era una señora mayor ya con 50, muy católica y muy servicial. La mayor de 8 hermanos. Una vida casi aburrida, si no fuera por las varias mudanzas dentro de Aragón; los años de mesonera en Andalucía después de la guerra; la migración a Francia, donde nunca llegó a encajar; y esos trabajos para los que o tenía que caminar cerca de cuatro horas, o se encariñaba con criaturas que, pasados los 8, la despreciaban por ser del servicio. De esos años de cuidados no le quedó pensión alguna, lo que le quedaron fueron unas manos hábiles de grietas negras y una columna que la doblegaba hacia el suelo, cada año un poco más.
Migrante y retornada, esperándome a la puerta del cole con el bocata de jamón y queso. Vivió en casa desde la muerte de mi abuelo, cuando yo tenía 11 años. Creo que tuvo que morir, con sus largos 98 años, para que yo fuese consciente del pilar que siempre fue en mi vida; de que me crió junto con mis padres.
Quiero visitar sus historias, desde lo imaginado, y que sus imágenes se mezclen con las de esas otras mujeres, tías y primas, que escuchaba fascinada de cría, en la penumbra de la cadiera, las tardes de verano. Quiero quedarme un ratito más con esa abuela mía en traje de faralaes y caminando con desparpajo por ciudades extrañas.
Como no sé contar historias, voy a escribir notas públicas con las que ir aprendiendo. Soy de escribir diarios, de los de sacar para fuera lo que me corroe, y darle sentido a la vida, al contármela. Pero no soy mucho de contar historias. Y me da miedo contar las historias de mi abuela con una torpeza tal, que aburran. En mi plan de ruta hay revueltas que quizás me impidan llegar jamás a contarme las historias de mi abuela y sus primas como ellas merecen. Veamos.