Humanos jugando a no serlo
Hay grietas por las que la vida se escapa a borbotones.
Toda mi vida he ido a la misma peluquería de barrio. Una peluquería para hombres, donde ya mi abuelo se cortaba el pelo, y donde el peluquero de vez en cuando me recordaba que, una vez siendo pequeño, me pasé todo el rato llorando, y que no había forma de calmarme a pesar de que peluqueros y hasta clientes lo intentaban.
En mi memoria queda el recuerdo de una pistola de juguete de muchos colores, que me prestaron para distraerme. Al parecer era su último recurso para estos casos. También recuerdo mirar esa pistola con curiosidad al fondo de la vidriera que la contenía, tras frascos de after shave Williams y colonia Brummel.
Ese lugar, esos momentos de espera a nuestro turno, con la radio siempre encendida, expectantes, como ovejas haciendo cola para ser esquiladas, me causaban una gran fascinación.
Por aquel entonces la espera no estaba mal vista, pasé muchos sábados de minutos interminables que sirvieron para cultivar mi paciencia y mi escucha. A veces pasaba un señor por la puerta y decía: “¿Cuántos hay por delante?” y en función del número se unía a nuestra fila, o soltaba un “bueno, pues voy a un recado y vuelvo”, y al rato se repetía la operación. Algunas veces guardaban el turno: “No te preocupes, vas después de este chaval”, e incluso a veces encontraban en la sala de espera hasta servicio de guardería: “¿Te importa si te dejo al niño un momento mientras voy a la droguería?”.
Todos éramos chavales disciplinados que esperábamos estoicamente a pasar la obligación de aquel trance, mientras observábamos las revistas de motor con coches increíbles, o los pósters con desconocidos modelos extranjeros (diría que americanos), cuyos peinados nunca fueron replicados. Apostaría a que esos pósters aún forman parte de la decoración.
Sí, la peluquería era un templo de la construcción social del género masculino, pero también era un negocio honrado, de gente trabajadora, en un barrio humilde. Y ante todo era un lugar donde las vidas ajenas se filtraban por las rendijas.
Los peluqueros, a pesar de estar largas horas trabajando, conocían a todas las familias del barrio, se preocupaban por la salud de los vecinos y las vecinas, preguntaban por la gente a la que hacía tiempo que no veían, y sabían hasta quién se codeaba con quién en qué momentos.
Aquello me gustaba tanto que tardé en cambiar de peluquería unos treinta años, y no sin cargo de conciencia. Varios de esos últimos años ya estaba independizado, pero me desplazaba allí aprovechando visitas a familiares. Entre tanto, fui buscando otras peluquerías más cercanas, permitiéndome probar de vez en cuando, e inventando excusas que nunca me pidieron, con cierta sensación de infidelidad.
No encontré lo que buscaba. A veces resultaba muy caro, o muy impersonal, o el corte era muy distinto, o todo se hacía con la máquina en cinco minutos, sin usar las tijeras.
Hasta que comprendí que estaba buscando otra cosa.
Echaba de menos las vidas cruzadas, parece que año tras años los humanos nos vamos escondiendo cada vez más, capa tras capa. En las grandes ciudades las personas nos hemos vuelto expertas en ello, en ocultarnos tras las pantallas o la música de nuestros dispositivos, en desaparecer tras la transparencia pornográfica de la exposición en redes sociales, perdiendo los relatos para convertirlo en datos compartidos.
No buscaba un corte de pelo, sino volver a sentir la vida detrás del telón del trabajo diario.
Ahora he encontrado un nuevo lugar de paz: una peluquería de barrio, barata, para mi sorpresa perteneciente a una franquicia, y a la que fui por primera vez a regañadientes, y sólo porque mi compañera de vida, harta de mí, llamó para concertar la cita.
Llegué caminando con un libro en la mano como habitualmente, y una de las peluqueras, apagando el sonido del secador, me dijo en tono más bien seco:
—¿En qué puedo ayudarle? —Tengo cita para las once. —¡Uy! ¡Si es que te he visto con el libro en la mano y pensaba que venías a vender algo!— Todas estallaron en risas. Y la vida retomó su curso.
Desde entonces es mi peluquería habitual. A pesar de ser una peluquería unisex apenas se ven hombres por allí, y creo que al principio pusieron ciertas cautelas, preocupándose por la invasión del espacio, pero al fin y al cabo mis cortes de pelo son rápidos, y tener una niña de seis años me ha abierto muchas conversaciones.
Ayer, esperando en los asientos a que llegara mi turno, hubo un momento en que Toñi, aquella peluquera que me recibió el primer día, se fue y volvió un par de minutos después con los ojos algo enrojecidos. Otra clienta de la fila de enfrente, le preguntó preocupada:
—¿Estás bien? —No, no estoy bien— dijo con una amarga sonrisa de aceptación.
La clienta a la que estaba peinando —de la que posteriormente me enteraría que tiene una hermana que también va por allí y que son “clavaditas” y que hay veces que las confunden—, observó en el espejo a Toñi y por fin realizó la pregunta que todas esperábamos:
—¿Qué ha pasado? —No..., que murió mi padre —haciendo esfuerzos por contener las lágrimas—. Pero ya estoy mejor.
Así fui testigo de cómo las máscaras caían, y un torrente de vida derribaba roles, estereotipos y normas relacionadas con el trabajo.
En silencio, mientras me empapaba de lo que significaba la sororidad, descubrí que una situación así no podría haberse dado en mi peluquería “de caballeros”, y me recordé cuánto nos condiciona el género.
Entonces comenzó el baile de preguntas y respuestas, inevitable, repleto de lugares comunes, entre música pop y mezclas de tintes, como pequeño ritual para normalizar y honrar su memoria:
Hace un mes. 75 años. Superó una neumonía por covid y fíjate tú. A él nunca le dolía nada. Hablé con él esa misma mañana. Por lo menos no sufrió.
Poco después todo se había reconstruido de nuevo: Recuérdame tu apellido. Cuánto te debo. Pasa por aquí. Cómo quieres que te lo corte.
—
Espero que, como en esta peluquería, no nos olvidemos de ser humanos. Ahora mismo es lo que me mueve. Creo que he pasado tantos años tapando grietas y avergonzándome de mi vulnerabilidad que ahora, consciente o inconscientemente, paso mi vida buscando esas grietas de verdadera conexión.
Gracias Toñi por tu vulnerabilidad y por devolverme las ganas de escribir.
Tiempo de escritura: 4 horas en papel y 2 horas para pasarlo a limpio.
Puedes ver fotos de la libreta donde fue escrito a mano aquí.
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