Escribir como acto de rebeldía
Escribir es un proceso íntimo y solitario, donde cada persona busca su manera y su forma de proceder. Todas son válidas. En mi caso, tiene mucho de ritual, me gusta sentirlo como algo que llegado el momento sucede, como si tuviera vida propia y apenas necesitara mi intervención.
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Todo comienza con un periodo de siembra. Durante unos días dejo que mis sentidos se inunden, que capten lo que sucede a mi alrededor, recolectando momentos, dejando que me impregnen como en una pintura impresionista.
Algunas ideas germinan, frágiles, aunque pasados los días muchas quedarán por el camino. Nunca se descartan del todo, puede que simplemente no sea su momento, permitiré que vuelvan si lo creen necesario. Otras surgirán fuerte y reclamarán nutrientes para seguir creciendo y muchas veces tengo que salir a su encuentro.
Mi escritura surge de la escucha y la observación. En palabras de Ursula K. Le Guin contar es escuchar. Así que habitualmente busco escaparme a un parque tranquilo donde conectarme con la naturaleza, o bien lo contrario, rodearme de gente real, gente conectada con el mundo. Viajo en transporte público, voy a cafeterías, a los pequeños comercios, a la peluquería, o a mirar piezas de artesanía. Antes no sabía valorar estas cosas pero en una cultura cada vez más globalizada y estandarizada, donde prima lo igual, cada vez me atrae más lo distinto, la alteridad.
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Pasado un tiempo llega el momento de la recolección, y creedme cuando os digo que no es una tarea agradable, me requiere mucho tiempo y energía, y nunca hay un momento ideal para hacerlo. En mi caso se manifiesta como una pulsión expresiva, las palabras luchan por salir y sólo puedo intentar recolocar la agenda para darles espacio. La ventana de tiempo para escribir es corta, y sé que si dejo pasar los días las ideas perderán fuerza, se diluirán y acabarán desapareciendo.
En esos momento escribir consiste en mantener la tensión. Ha picado, pero aún no hemos pescado el pez, y comienza una persecución de la idea, buscando que mi brújula interna interna me diga: es por ahí, sin tirar demasiado fuerte para que no se asuste, y sin divagar demasiado para no perderla de vista.
No siempre sale como a uno le gustaría. Escribir es un ejercicio de decepción. Ojalá ser capaz de transmitir las ideas cuando forman parte aún de ese caldo espeso y primigenio donde todo es potencial, cuando aún no necesitan límites, formas ni aristas, para no ser esclavo de la linealidad de las palabras imperfectas.
Cada palabra en la escritura resulta una duda, una decisión. Escribir es sacrificar y descartar posibilidades. Escribir es renunciar.
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Pero debo seguir sintiendo la tensión del sedal, pendulando entre volcar rápidamente las primeras palabras que vengan a mi mente pensando en reescribir después, o dedicando un momento de pausa a seleccionar la palabra precisa.
Al final, como resultado de esta pesca obtengo un texto, y toca conocerlo, releerlo y congraciarse con él. A veces la pieza será un lucio de más de dos kilos, y a veces será una bota ajada o una descolorida lata de refresco. Escribir es aceptar que esto también forma parte de ti.
Lo que me resulta más curioso es que, en ocasiones como esta, el resultado obtenido ni siquiera toca los temas que inicialmente pretendía, el texto se independiza del autor. Escribir es librarse de las propias expectativas.
Dice Juan José Millás en su libro La vida a ratos: «A mis alumnos del taller de escritura, en general, les da pereza escribir. En realidad no quieren escribir, quieren haber escrito». Creo que la única forma de salir indemne de la escritura es valorar el proceso. Escribir es amar el destino, amor fati que decían los estoicos o el propio Nietzsche.
Si hay algo que en estos días verdaderamente me motiva a escribir, es este trabajo consciente de valorar el proceso. Por eso acompaño estos textos con mis propias fotos, con fotos de mi libreta y con algunos números para dar una idea del tiempo dedicado.
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Escribir es sin duda un acto de rebeldía. Sentado en un parque, en un banco o en una cafetería, al aire libre, escribiendo a mano, sobre una libreta de sencillo papel. Sin posibilidad de borrar, tachando, anotando encima, normalizando los errores, notando que son parte del proceso.
Siendo consciente también de que escribir es un privilegio. Me siento privilegiado porque he tenido salud, una buena formación, acceso a un montón de oportunidades, y la familia que hemos generado me ha apoyado y comprendido en mis excentricidades. También me siento privilegiado por tener un trabajo que me proporciona mucha autonomía y promueve mi crecimiento más allá de lo laboral. Sé que es mucho más de lo que otras personas tienen que hacer para sobrevivir.
También escribo para comprenderme. Pasamos media vida creando nuestra identidad, y la otra media intentando desmontarla en pedacitos.
Años escondiéndonos tras capas y capas de cuentos que hemos terminado por creernos, donde hemos encontrado nuestra identidad sexual, de género, sintiéndonos parte de grupos sociales, decidiendo cuánto de nosotras mismas dejamos por el camino para pertenecer, escogiendo nuestra ropa, peinado o aficiones. Fumando o no, decidiendo si somos alguien que bebe alcohol, si nos llama el deporte, o qué tipo de música o cine nos gusta. Formamos nuestras preferencias políticas, nuestros referentes, decidimos si formaremos o no familia...
Llegado cierto punto empezamos a ser conscientes de que muchas de esas supuestas decisiones no han sido tan libres y que la vida se ha interpuesto mucho en nuestro camino.
Ahora me siento recorriendo el camino a la inversa, cambiando gustos y prioridades, peleándome con mis incongruencias, descubriendo todo un rango de grises entre el blanco y el negro. Escribir ahora, para mí, está siendo todo un camino de regreso.
Un camino en el que se tambalea incluso lo que sabes de ti mismo, transitando por la autoaceptación y la autocompasión.
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No seré alguien del que hablen los libros, ni que permanezca en la historia. No serán gracias a mí los siguientes aportes a la humanidad, ni salvaré el planeta de su situación de emergencia climática. En lo que me proponga siempre habrá alguien mejor que yo. Y eso está bien. Cada vez puedo escribir estas frases con más calma y menos melancolía.
Escribir es reconciliarse con uno mismo, con nuestras limitaciones, con nuestras malas decisiones y nuestros fracasos, intentando dejar de lado si es justo o la idea de merecer eso o aquello. Por eso creo cada vez más en la importancia de los relatos.
Puedo ser alguien al que no le gusta el futbol y sin mucho sentimiento patrio, pero también alguien que disfrute con amigos de un partido de la selección. Puedo sentirme hombre hetero sin estar atado a unas normas sociales de masculinidad tóxica. Puedo ser profundo, o puedo ser ligero y disfrutar de las tonterías más grandes. Puedo hacer cosas que no se me dan bien por el mero hecho del disfrute o por probar. Puedo ser consciente de la importancia de la alimentación y un día disfrutar de la comida basura. Puedo dejar que me definan mis estudios o cambiar de opinión y realizar cambios en mi vida. Puedo poner mucha importancia en mi profesión o permitir que sea únicamente lo que me proporciona un sustento. Puedo ser alguien mediocre y aun así amado y valorado.
Escribir ayuda a repensar quién somos, a recordarnos que tenemos un valor intrínseco, que no somos ni lo que hacemos ni nuestro dinero en el banco.
Está siendo un proceso difícil, en el que llevo años y del que supongo que no tendrá fin, pero al fin y al cabo era Sócrates el que decía que una vida no examinada no merece la pena ser vivida.
En los últimos años me siento mucho más atraído hacia la filosofía, tanto la actual como la clásica. Conectar con las preocupaciones y con las preguntas que se hacía gente que vivió hace dos mil quinientos años, notar las similitudes y las diferencias, me proporciona perspectiva y me recuerda que muchas preocupaciones son parte de la condición humana.
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Sin embargo vivimos unos tiempos en los que socialmente sólo se valora lo productivo y los resultados. Continúo así contra corriente, buscando referentes entre personas valientes con vidas sencillas, que nos muestren otros relatos posibles, que nos enseñen el valor más allá de lo económico, que se puede ser más con menos.
La salvación de lo bello que propone Byung-Chul Han, que nos permita escapar de un capitalismo que hemos interiorizado como única posibilidad. Desde muy pequeños se nos ha introducido en nuestras venas, y ahora ya ni siquiera nos damos cuenta de cómo influye y modela nuestras vidas.
He cambiado el nombre del blog a “Crónicas de un capitalismo interiorizado”, sin más pretensión que la construcción de relatos, poniendo en valor mi mirada del mundo, que en ocasiones me duele y en ocasiones me maravilla. No siempre obtendré buenos resultados pero voy formando cierta intuición con el proceso.
Escribir, en definitiva, es actuar. Y hasta aquí llega esta vez mi acto de rebeldía.
P.D: El foco de este blog es mío e interno, no busco publicidad, productividad o periodicidad, nace para vivir sin ataduras. Aun así, ojalá me lea más gente, no por aumentar mi ego, sino porque me ayude a conocer personas interesantes.
Si estás en un proceso parecido, si te ha gustado o si por el contrario no estás nada de acuerdo, me encantará conocerlo y saber de ti.
Tiempo de escritura: 5 horas en papel, 3 horas para pasarlo a limpio y reescribir, 1 hora seleccionando y colocando fotos.
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